Huyo.
Intento ser otra poesía que escribe versos marcados por las cicatrices de un
papel roto. Me río. Y estallan en mi pecho terribles carcajadas.
El coche está abajo y me espera aparcado. Es la
absurda imagen de un medio que jamás justificará mi fin: huir de todo. Huir de
ti.
Estoy lejos de sentirme viva o de sentir el atisbo de
cualquier sentimiento. Me voy a ninguna parte. Porque, al final, siempre eres
tú el que está ahí aunque yo quiera irme. Y no aguanto el perder todo. Tampoco
el perderte. Acabaré tropezando veintiséis veces con la misma piedra solo
porque al final también yo soy de las que se enamoran de sus errores. Y no, no
estoy hablando de ti.
Resumiré mi historia: equivocarme y hundirme en más
mares de los que me atrevo a contar para después salir a flote y quedarme
boqueando en la orilla, esperando a que otra ola vuelva arrastrarme mar
adentro.
Así que, por todas esas noches ahogada, he decidido
coleccionar también tus atardeceres. Ésos que se que se esconden cada tarde en
mi clavícula y juegan a dibujar sombras en mi espalda danzando entre escondite
y escondite con un puñado de sueños rotos.
Las palabras de esos sueños se deslizan silenciosas en
mi cáscara de nuez atrapando inviernos en mi desgastada mochila. Y no quiero
seguir así: fuera.
Fuera de mí misma y de todos los ecos que susurran tu
nombre. Sin verle el ritmo ni el color a este abril. Perdiéndome entre millones
de nubes que se amontonan en la entrada de mi armario mientras tengo dos cajones
llenos de un desorden que solo habla de ti. Quiero quemarnos. Quemar cada pedazo
y que el fuego humedezca las casillas revueltas de mi alma.
Desastre y nada más.
Destruirme con esa bala que guardabas en la recámara y
pensar que, tal vez, no era para mí, sino para matarte. Y así, matándote,
morirme contigo. Deja ya de bailar en círculos porque tus ojos mienten y eso, solo
lo sé yo.
Que no quiero seguir desgastando las suelas de mis
zapatos por ti.
Que ya no hablas de ese espejo que te hacía más libre
cuando besabas mi boca.
Que ha dejado de llamarse “amor” y ni siquiera tu sonrisa
puede calmar el huracán que me abraza cada noche.
Que has perdido hasta el viento al que gritabas.
Que no nos reconozco.
Que no nos reconozco.
Que sigo golpeando el suelo de un tren que ya ha
dejado atrás muchas estaciones. Que ya no veo esa estrella que decías que ibas
a bajar para protegerme del fantasma de mis pesadillas.
Que prefiero no pensar que te quiero así a pesar de
todo.
Que creo que me estoy haciendo mayor.
Que, a veces, me canso de seguir girando.
Que, aunque por dentro estallen mil bombas, la razón no es más fuerte que esa que me late en el pecho y que dice: “Sigue ahí.”
No hay comentarios:
Publicar un comentario